Uno de los símbolos más poderosos de la civilización es el fuego. Su significado varía dependiendo de la cultura y el contexto, pero es justo decir que prácticamente todas las sociedades atribuyen al fuego un lugar privilegiado en su cosmogonía. Desde el mito de Prometeo y la caverna de Platón, hasta la zarza ardiente o las lenguas de fuego en Pentecostés, el Ave Fénix que se inflama para renacer; la palabra “hogar”, que hace referencia a la hoguera y a la casa familiar; la pasión carnal frecuentemente asociada al fuego; las ofrendas animales y humanas a los dioses haciéndoles pasar por el fuego; la asociación del fuego con el sol y todas las divinidades dadores de vida y muchas más representaciones de las que soy capaz de enumerar.
La domesticación del fuego es un hito crucial en la evolución que permitió a los seres humanos cocinar sus alimentos y, con ello, obtener mayores beneficios nutricionales; también ofreció protección de las bestias y del frío. Y qué decir de los avances tecnológicos que el fuego favoreció, como la fabricación de herramientas y, eventualmente, el aprovechamiento de la energía calórica proveniente del fuego. No hace falta decir más, solamente que es difícil exagerar la importancia del fuego para la especie humana.
Pero atención, todos los dones que los dioses paganos antiguos conceden a la humanidad son a la vez bendiciones y condenas. Lo mismo pasa con el fuego: casi todas las representaciones apocalípticas imaginables están asociadas al poder destructivo del fuego. Algunos ejemplos son las erupciones volcánicas, las explosiones tras la caída de cuerpos celestes a nuestro planeta, las bombas y armas de fuego, y hasta el propio infierno representado como “fuego eterno” o “lago de fuego y azufre”.
El poder civilizador del fuego es apenas comparable con su potencia destructora. Basta recordar a Nerón tocando la lira mientras Roma ardía en llamas, el trágico destino de Pompeya, el incendio de la Biblioteca de Alejandría, el Gran Incendio de Londres del siglo XVII, y seguramente muchas otras catástrofes que podemos relacionar con el fuego.
Pues bien: en la literatura, el cine y la televisión sobre el subgénero zombi, el fuego también hace su aparición, y sobre eso vamos a reflexionar ahora.
Tras el apocalipsis zombi, con la destrucción de las ciudades y la disolución de las organizaciones sociales conocidas, la humanidad involucionó a un estado previo de civilización, en el que el principal núcleo social se parece a los clanes o tribus del pasado. Esta célula social es apenas más numerosa que una familia, pero mucho menor que un pueblo o una ciudad.
En estas condiciones, en las que reina el miedo y la confusión, las relaciones con otros núcleos son complicadas. Como hemos dicho antes, en otros artículos, lo que predomina es la desconfianza y difícilmente se establecen lazos con personas ajenas al grupo al que un individuo pertenece. Así, parece que la humanidad está condenada a permanecer atascada en el apocalipsis por un buen tiempo, pues el miedo y la suspicacia hacia otros grupos, impiden que ocurra el requisito más importante para que florezca de nuevo la sociedad humana: la colaboración.
La colaboración permite el intercambio de información necesario para construir conocimiento, establecer relaciones de confianza entre diferentes grupos y, poco a poco, hasta fundar amistades entre personas que de otro modo, no se hubieran relacionado nunca.
¿Cómo es posible esta colaboración en el apocalipsis zombi? Está muy claro: todo ocurre alrededor de una hoguera, reunidos los sobrevivientes alrededor del fuego. El baile aparentemente caótico de las llamas de una fogata es suficiente para provocar en los espectadores una especie de trance. Ese es otro de los poderes del fuego de los que no hablamos más arriba, a mitad de camino entre su poder civilizador y su poder destructor. El fuego provoca en los hombres un sopor, una calma y una especie de hipnosis que nos llama a bajar nuestras defensas, a confesarnos, abandonarnos ante el misterioso ritmo de las flamas bailarinas y, así sin más, a conversar.
Llegamos a donde queríamos: el fuego nos invita a conversar. Quizás todo se resolvería más rápidamente si fuéramos capaces de conversar de nuevo, de conversar de verdad. No de hablar por hablar, ni de contestar para aplastar al interlocutor, sino de escuchar primero, y hablar después para entender juntos, para construir en comunidad y restaurar todo lo que hemos perdido.
El caos actual ha borrado en buena medida nuestro talento de conversadores, y en su lugar ha instaurado una especie de juicio por combate (trial by combat) en el que lo que hay que hacer es acabar con el otro. Se trata de idear las más ingeniosas frases y contraataques para humillar, aplastar y destruir a los demás. Es la cultura del mic-drop en la que una declaración es tan impresionante, tan contundente, que al terminar nadie puede decir nada más. Así no se puede construir nada.
Traigo a la conversación algo que hace tiempo escribió Jorge Medina en su artículo “Dialogar, dialogar más, dialogar siempre”:
Dialogar es platicar con calma y franqueza. Es abrir el corazón y mostrar las verdaderas intenciones. Es confiar y solicitar confianza. Es pedir lo que uno está dispuesto a dar. Dialogar no es "defender" frente a ti mi posición, sino "buscar" contigo la verdad.
El diálogo al que se refiere el Dr. Medina es justamente la conversación de la que estamos hablando, y que consideramos como primer requisito para superar a la horda zombi y restablecer la civilización, reunidos todos alrededor del fuego, conversando.
Después de todo, otro de los significados atribuidos al fuego es, ¡oh sorpresa!, la razón, que en griego se dice logos, y que también significa palabra.
Seguimos avanzando, un zombi a la vez.
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